Por Yoani Sánchez
Julio 17th, 2011
Los procesos sociales tienen –la mayoría de las veces– una alquimia impredecible. Aunque todavía hay analistas que quieren redactar la fórmula universal del estallido o aquella otra de la calma cívica, la realidad se encapricha en contrariarlos. En Cuba, por ejemplo, se han agrietado los pronósticos de casi todos los optimistas y superado los augurios de las mentes más alucinantes. Tal pareciera que la especialidad de nuestro país es echar abajo las predicciones de iluminados, babalaos, espiritistas y cartománticos.
Desde hace varias décadas, hemos despedazado una tras otra las predicciones sobre nuestro derrotero y, especialmente, la repetida profecía de una revuelta popular. Cubanólogos de todas las tendencias han vaticinado, en alguna ocasión, que la Isla está al borde de la fractura y que la gente se lanzará a las calles en cualquier momento. En lugar de eso las aceras están llenas de gente, sí, pero haciendo cola para comprar el pan o los huevos, los consulados atestados de solicitudes para emigrar y hasta las velas de los santeros encendidas para que esta calma chicha no se quiebre con violencia. Quienes esperamos una solución pacífica también nos alegramos de que al menos –hasta ahora– nadie se haya tenido que poner como carne de cañón frente a los antimotines.
En la quimérica fórmula del estallido que algunos desean adivinar se incluye el elemento de asfixiar económicamente a la población para que se alce en pie de lucha. Son aquellos a quienes les gustaría darle una vuelta de tuerca al embargo norteamericano hacia la Isla y cortar de tajo todas las remesas que llegan desde afuera. Según esa hipótesis, los cubanos atrapados entre la espada de las necesidades y la pared de un gobierno autoritario, optarían por intentar derrocar a éste último.
Confieso que la sola mención de esta teoría me hace recordar un mal chiste, donde un anciano líder enumera en una entrevista las muestras de resistencia de su pueblo. El autócrata cuenta que su gente ha sobrevivido la crisis económica, la falta de alimentos, el colapso del abastecimiento eléctrico y la ausencia de transporte público.
Mientras le explica este rosario de penalidades al periodista, apoya su historia –una y otra vez– con una misma frase "y aún así el pueblo resiste". Al final, el atrevido reportero lo interrumpe para hacerle una pregunta "¿Y no ha probado con arsénico, Comandante?".
La tesis de que a nuestra realidad hay que aumentarle la presión económica para que la caldera social reviente se escucha –curiosamente– con mayor frecuencia entre aquellas personas que no habitan el territorio nacional. Algunas de esas voces están pidiendo ahora en el senado norteamericano que se echen atrás las medidas flexibilizadoras de los viajes familiares a la Isla y del envío de ayuda monetaria aprobadas por Barack Obama. Ven estos puentes tendidos como oxígeno que le entra al gobierno cubano y ocasiona que éste se prolongue en el poder. Según esta aritmética del "prívalos para que reaccionen", el cambio estaría a la vuelta de la esquina el día que el grifo de la ayuda exterior se cierre por completo. Sólo que en el medio de esa suposición, aún por probar en la práctica, quedaríamos atrapados once millones de personas e igual número de estómagos. Gente que no se lanzó a las calles cuando en los años noventa vieron su plato casi vacío o sus ropas hacérseles jirones sobre el cuerpo. En ese momento de penurias infinitas, la única "sublevación" popular que ocurrió, el 5 de agosto de 1994, tuvo como objetivo el querer salir del país, no el de cambiar las cosas aquí adentro.
Estamos tan temerosos cívicamente que la caldera puede llegar a acumular una presión insoportable y aún así la gran mayoría preferirá arriesgarse en una balsa lanzada al mar que enfrentarse a un represor. No es que exista una genética de los pueblos valientes o de los cobardes, sólo que hay métodos y métodos de desarticular la rebeldía social. El que nos ha tocado a nosotros es, sin dudas, eficiente hasta rozar con lo científico.
Para esos politólogos que se acercan más a la física que a las ciencias sociales, bastaría cerrar el flujo de remesas y los viajes de los cubanoamericanos a la Isla, para que algo empezara a moverse en el escenario nacional. En sus deseos de probar tal conjetura, la teoría –claro está– la pondrían ellos y el cuerpo del martirio lo aportaríamos nosotros. Sobre la marcha del experimento y mientras se llega a alguna conclusión, las piscinas en las mansiones de los potentados de verdeolivo no dejarían de tener su suministro de cloro, la Internet satelital de tantos hijitos de papá no disminuiría ni un kilobyte de ancho de banda y la ropa interior de marca de tantos funcionarios no dejaría de entrar –por vías impensables– al país. Sobre la mesa de la jerarquía oficial, ese apretón de la tuerca no se haría sentir. Estarán más bien con las barrigas llenas para gobernar sobre un pueblo que sólo pensará obsesivamente en qué podrá encontrar para comer cada día. La miseria –como ocurre en tantos y tantos lugares– se seguirá constituyendo más en un mecanismo de dominación que de desobediencia.
De ahí que por estas semanas nos sintamos como conejillos de Indias en un experimento de laboratorio que se decide lejos de nosotros. Tenemos la sensación de ser un mero numeral en una cábala tan simplona como peligrosa. Donde el resultado esperado por los artífices de la "teoría de la caldera" es que ésta estalle, sin percatarse que su detonación puede provocar un ciclo de violencia que nadie sabe cómo ni cuándo terminará.
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